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28F: Día Mundial de las Enfermedades Raras

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No sabría decir el momento exacto en que el dolor comenzó, pero sé que tenía dieciocho años y que por entonces describía los síntomas como «un dolor de cabeza, que viene y se va sin motivo aparente, como si fuera un mareo, pero no lo es”. A esta explicación, tan vaga e imprecisa, los médicos no dieron importancia y los dolores siguieron, cada vez más fuertes y más frecuentes.

A los veinte años el dolor estaba tan presente en mi vida que la condicionaba. Se instalaba entre mis sienes y aumentaba su intensidad rápidamente como si una fuerza interior luchara por salir. Nadie sabía qué lo causaba, ni cómo aliviarlo.

Entre los primeros diagnósticos médicos que obtuve se mencionó la sinusitis, migrañas, incluso un resfriado mal curado. Hasta que llegaron los resultados de las pruebas de una resonancia magnética: Síndrome de Arnold Chiari, tipo I.

La importancia del diagnóstico

Aquel día, mi madre y yo, sentadas en la consulta del neurólogo, del único Arnold que habíamos oído hablar tenía un apellido impronunciable y daba puñetazos en películas de acción. Del nuevo Arnold, ni pajolera, pero estaba a punto de convertirse en el protagonista de mi vida.

El Síndrome de Arnold Chiari es una malformación rara y congénita que afecta al sistema nervioso central. Consiste en una malformación del cerebelo que provoca una estrechez en el canal espinal, obstaculizando el flujo del liquido cefalorraquídeo. En otras palabras: mi cerebelo deforme estaba impidiendo la circulación del líquido que fluye desde el cerebro a la espina dorsal. Y cuando eso pasa, duele.

Aunque descubrir que te ha tocado la lotería de padecer una enfermedad rara (se consideran como tales las que afetan a menos de 5 de cada 10.000 habitantes) no es plato de buen gusto, para mí fue un alivio ponerle nombre a lo que estaba sufriendo. Como paciente, que tu dolencia tenga un nombre significa, por un lado, el reconocimiento por parte de la comunidad médica y de la sociedad, con todo lo que eso significa (aceptación, ayudas…) y por otro, la posibilidad de abrir un camino hacia la recuperación.

La media de espera de un paciente con una enfermedad rara para obtener un diagnóstico adecuado es de 5 años. Yo tuve más suerte que la media y, aún así, la espera me pareció eterna. Hasta que llega el diagnóstico adecuado la enfermedad se agrava y pierdes un tiempo que podría ser determinante. Además, la incertidumbre es un estado en el que todos nos movemos mal, es una sensación que nos impide avanzar y que nos mantiene en un constante estado de inquietud, pesadumbre y miedo.

Recuerdo un viaje que emprendí con unos amigos antes de conocer el diagnóstico. El dolor me acompañó todo el tiempo, en cada actividad, en cada conversación, en cada simple movimiento. En aquella época el dolor ya no desaparecía, volvía una y otra vez durante todo el día y formaba parte de mi cotidianeidad. Pasaba el día envuelta en una nube borrosa, luchaba inútil por seguir el ritmo de mis compañeros y finalmente me retiraba a mi habitación con impotencia, mientras el resto continuaban la fiesta. Entonces comprendrí que yo ya no era normal, algo me pasaba, era rara.

Aceptar, adaptarse

Una vez conocido el diagnóstico, supe que ninguna medicación sería efectiva. Cada vez que realizaba un esfuerzo físico se producía una presión intracraneal que hacía que mi cerebelo bloqueara el paso del líquido cefalorraquídeo. La respuesta a mis problemas parecía lógica: para evitar el dolor, tenía que evitar los movimientos que lo desencadenaban.

Es curioso cómo nos adaptamos al dolor. Si algo duele, lo evitas. Al principio eres consciente, mandas una orden a tu cerebro para no haga eso que antes hacías y que ahora causa un daño. Con el tiempo, esa orden deja de producirse, tu cuerpo y tu cerebro se han acostumbrado y hay cosas que, sencillamente, ya no haces.

Así fue como dejé de correr para no perder el autobús, de bailar en las fiestas universitarias, de cargar una mochila o mi propia maleta, de saltar, de gritar… Conforme pasaba el tiempo y los síntomas empeoraban, también dejé de hacer movimientos bruscos, dejé de agacharme a recoger algo y de estirarme para alcanzar los últimos estantes, bajaba las escaleras con lentitud, evitaba toser e incluso dejé de reírme, porque cada carcajada producía, también, la presión intracraneal que tanto trataba de evitar.

Fue entonces, cuando dejé de reír, cuando me di cuenta de que el precio que estaba pagando por no sufrir dolor estaba siendo demasiado alto. Tenía 21 años y vivía limitada.

El tratamiento: rara entre las raras

Debido a la falta de investigación sobre las enfermedades poco frecuentes, el 40,9% de los pacientes de enfermedades raras no tiene acceso a un tratamiento efectivo y, para la mayoría, tampoco existe cura. Por eso me considero rara entre las raras, y afortunada entre los desfortunados, porque yo sí tuve una salida.

En julio de 2005 me sometí a una cirugía que aliviaría mis síntomas para siempre. Una incisión en la parte posterior de la cabeza, la extracción de la mitad de la primera vértebra y una porción del hueso del cráneo a la altura de la nuca. Esto abrió el espacio suficiente para que el líquido cefalorraquídeo fluyera a sus anchas y los dolores desaparecieron. Nunca más han vuelto.

Desde hace trece años vivo con lo que yo llamo mi «hueco», una hendidura en la nuca atravesada por una larga cicatriz, recuerdo del espacio que dejó la extracción del hueso y de las 47 grapas que lucí tras la operación. A cambio, volví a correr, a saltar, a reír… Empezó una vida nueva y mejor.

La importancia de la investigación

Sin la investigación que detectó y puso nombre a mi enfermedad, sin la formación de los especialistas y sin el acceso a la información adecuada, no habría podido llevar una vida normal. No habría podido participar en carreras populares, no habría arrastrado mi maleta por medio mundo, no habría superado la subida al Fuji, no habría cargado mi mochila en una extenuante travesía por los Pirineos, no habría disfrutado de largas horas sobre la bicicleta, ni habría improvisado una subida a los Seis Glaciares, ni habría emprendido la aventura de emigrar a Canadá

Le debo mi vida a la investigación médica, como todos nosotros. Tanto si hemos padecido una enfermedad rara, como si alguna vez tuvimos un resfriado, gracias a la investigación científica hoy tenemos una vida mejor.

Lo que marca la diferencia y pone en desventaja a los pacientes de enfermedades raras es, precisamente, la falta de investigación. Al afectar a pocas personas, los estudios son difíciles de llevar a cabo y la documentación científica sobre cada caso es escasa. Además, por su poca prevalencia, estas enfermedades reciben menos atención en los medios de comunicación, menos financiación y menos apoyo por parte de las instituciones.

Sin embargo, aunque seguimos llamándolas raras, se estima que existen entre 5.000 y 7.000 enfermedades poco frecuentes diferentes, de las cuales, aproximadamente el 80 % afectan a niños. Los datos apuntan que entre 27 y 36 millones de europeos y 25 millones de norteamericanos padecen una enfermedad rara y en España podrían existir unos 3 millones de afectados. Así que sí, son enfermedades raras, pero quizás, no tanto.

Si quieres colaborar

Siempre he sido consciente de la enorme suerte que tuve y que otros no tendrán, e intento no olvidarme de eso. Lamentablemente, muchos pacientes de enfermedades raras siguen esperando un diagnóstico y un tratamiento adecuados.

Por eso creo necesario reivindicar el apoyo por parte de todos (gobiernos, empresas y ciudadanos) a la investigación en torno a las enfermedades poco frecuentes y la concienciación y visibilización de las mismas para que sean consideradas como una prioridad en la agenda social y sanitaria.

Cada año colaboro de alguna manera apoyando la campañas del Día Mundial de las Enfermedades Raras (28 de febrero), compartiendo una foto con el eslogan de la campaña y subiéndola a la web de la Federación de Enfermedades Raras animando a mis amigos y familiares a participar o contribuyendo a la difusión de hashtags como: o . Este año también lo hago compartiendo mi experiencia aquí, en 123meridianwest, este blog que recoge todas las aventuras que he podido hacer gracias a aquella operación, y espero que sirva, de alguna forma, para ayudar a visibilizar estas enfermedades que, como véis, no son tan raras.

Si te interesan otras formas de colaborar, existe la posibilidad de hacerse socio de la Federación de las Enfermedades Raras, el organismo que representa y defiende los derechos del colectivo de pacientes y familias de afectados por enfermedades raras. Mi marido y yo somos socios desde hace varios años. No tenemos vinculación de ningún tipo con la Federación, tan solo hacemos una aportación de forma particular. Si te animas, puedes hacerlo aquí. La cantidad que quieras aportar y la periodicidad depende solo de tu elección.

Seguramente, mi marido y yo estamos más sensibilizados con el tema debido a mi experiencia personal, pero si mi historia ayuda a concienciar a más gente, me alegrará saberlo. Porque, aunque es poco frecuente, a todos nos puede tocar esta lotería, ya sea en primera persona o a través de seres queridos. Porque quizás lo raro es ser normal, porque quizás todos somos raros.

 

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