“—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás.
Yo, que nunca he sido muy dotada para los ideogramas, siempre he podido leer el nombre de los lugares. Este don me resultó de lo más útil a lo largo de mis periplos nipones. Así, tras un largo recorrido por carretera, mis sospechas se confirmaron:
—¡El monte Fuji!”Ni d’Ève ni d’Adam. Amélie Nothomb
En la época del instituto (¿o fue más tarde?) me aficioné a las historias de la vida en Japón de Amelie Nothomb. La primera novela que leí de ella fue Stupeur et tremblements, por recomendación de mi profesora de francés, por aquello de practicar el idioma. Me entusiasmó, así que seguí con Métaphysique des tubes, Biographie de la faim, Ni d’Ève ni d’Adam…
En éste último, la protagonista cuenta, entre otras anécdotas sobre su juventud en Japón, el día en que sube al Monte Fuji, no sin grandes dosis de imaginación y exageraciones, propias de la literatura de Nothomb, que convierten la anécdota en una historia llena de momentos épicos e hilarantes. Esa lectura despertó en mí el deseo de subir yo misma al Monte Fuji. Se convirtió en una de esas hazañas imposibles que visualizas en tu mente juvenil cuando todavía todo parece tan fascinante como inalcalzable.
Con el tiempo, hay sueños adolescentes que pierden fuelle, que se desinflan por el peso de la realidad o la apatía. Otros cobran fuerza, se perfilan como posibles y acaban por convertirse en realidad. Para mí, la ascensión al Monte Fuji ha sido uno de ellos.
Segundo viaje a Japón
Fueron necesarios dos viajes a Japón para llevar a cabo la aventura de subir al Monte Fuji. En el primero de ellos teníamos tanto por ver y queríamos hacer tantas cosas que, tras muchas dudas, la subida a la montaña más famosa del país se cayó del plan de viaje.
Volvimos a intentarlo tres años después, con un segundo viaje en el que ideamos un planning menos ambicioso y con el que nos propusimos disfrutar de Japón sin prisas y sin pretensiones. Y entonces sí, había que cuadrar la ascensición al Fuji como fuera, me dije.
Descarté la locura de subir y bajar en el mismo día, algo que hacen muchos turistas pero que, después de mucho leer sobre el tema, no me pareció la mejor manera de disfrutar de la montaña. Y os cuento por qué:
En verano, que es la época recomendada para hacer la ascención debido a las condiciones climatológicas, el acceso a la base del Fuji hay que hacerlo obligatoriamente en autobús. Cuadrar los horarios para subir, hacer cima y bajar a tiempo de coger el autobús de vuelta, es complicado. Puede hacerse, pero implica un estrés añadido (no puedes perder tiempo, hay que andar deprisa, no hay cabida a imprevistos…) que me parecía innecesario, sin contar con el cansancio físico y lo poco atractiva que me parecía la idea de caminar de noche por la montaña, algo inevitable si pretendes completar la ruta en una sola jornada.
Descartada esa opción, lo tuvimos claro: nos alojaríamos cerca de la zona de Hakone, cogeríamos el autobús a la quinta estación al día siguiente, comenzando la ascensión tranquilamente hasta el albergue en el que pasaríamos la noche. Al amanecer, haríamos cima y comenzaríamos el descenso.
Día 1: subida al Monte Fuji
“Un hombre sabio sube el Monte Fuji una vez en su vida, sólo un necio lo sube dos veces”.
Proverbio japonés.
“Esto es un infierno” escuché decir a mi acompañante durante la ascensión al Monte Fuji. Y es que las condiciones meteorológicas complicaron considerablemente una ruta ya de antemano exigente.
El día anterior, conforme a lo planeado, nos habíamos alojado en Gora, cerca de Hakone (en un bed and breakfast muy recomendable Hakone Guesthouse Gaku), aprovechando para hacer la típica excursión en funicular a Owaku-dani, donde hierven los huevos negros, y el paseo en el barco por el lago Ashi. Por la tarde el cielo ennegreció y la tormenta cayó sobre nosotros como un manto pesado. No cesó de llover en toda la noche.
Recuerdo la noche anterior a la subida al Fuji como una mezcla de excitación, nervios y mucha preocupación. “¿Quién me mandará a mí meterme en estos líos?”, no paraba de preguntarme. Las previsiones del tiempo eran nefastas: tormenta eléctrica, lluvia y fuertes rachas de viento para toda la jornada siguiente. Apenas dormí. Miraba el móvil cada media hora con la inútil esperanza de que la previsión hubiera mejorado. Leí muchos posts de otras personas que habían hecho la ascensión en días de mal tiempo. Hablaban de frío intenso, hipotermia, dolor y pesadilla. Me vine abajo.
Pero no quería preocupar a mi compañero, acostado a mi lado en el tatami, y traté de mostrarme optimista. Al fin y al cabo, yo y mis sueños adolescentes influídos por Nothomb nos habían metido a los dos en esta historia. “Lo conseguiremos”, le decía. “Bajo la lluvia la hazaña será más épica”. Esa noche bautizamos a esta experiencia como nuestra “última gran aventura”, en un intento por convencernos a nosotros mismos (sobre todo a mí, que soy la más inconsciente de los dos) de que nunca más nos volveríamos a enfrascar en aventuras de alta exigencia física en contra de los elementos.
[Spoiler alert: A día de hoy, ya hemos rebautizado la hazaña como la “penúltima gran aventura”. La vida es más interesante si en el horizonte se vislumbra un reto mayor.]
Amaneció, seguía lloviendo. Desde Gora un autobús nos acercó a la ciudad de Gotemba, de ahí cogimos otro que nos llevó hasta el inicio de la ruta Subashiri. De los cuatro senderos que marcan la ascensión al Monte Fuji, habíamos descartado la ruta Fujinomiya y la ruta Gotemba por su dificultad y elegimos Subashiri para la subida al ser menos popular que la ruta Yoshida.
Al comenzar a caminar parecía que el día había mejorado, no llovía. Falsas esperanzas. Hasta la primera estación el tiempo nos respetó, después fueron cinco horas de subida incómoda, intensa lluvia, el viento nos obligaba a parar, nos desestabilizaba. “Haremos paradas en cada estación”, dije. Enseguida comprobé que esto no sería posible.
La ascensión más habitual al Fuji comienza en la quinta estación de cada ruta, un poco más arriba de la base de la montaña. Hasta la cima hay nueve estaciones, con algunas estaciones intermedias que tienen nombres como “antigua segunda estación”, “nueva octava estación”. Estas estaciones no son más que albergues de montaña muy básicos donde puedes pasar la noche reservando previamente. El coste por noche y persona está en torno a los 1.000 yenes y si no tienes reserva, no solo no puedes pasar la noche, sino que tampoco se te permite entrar, por mucho que en el exterior estén cayendo chuzos de punta.
No teníamos alternativa, había que seguir caminando hasta nuestro albergue, uno de los más elevados, en la octava estación. El agua no tardó en calar, con cada racha de viento se nos congelaban hasta las huesos, la niebla lo cubría todo de blanco, no había refugio posible, el Fuji no nos daba tregua.
Mi compañero de viaje, que subía acusando una lesión en las piernas, sufría doblemente. Cuando llegamos a la séptima estación, ya no pude más. Entré en el albergue, muy pequeño, una familia de senderistas tomaba té en el interior, sentados en el tatami alrededor de un hornillo de gas. Me valí de mi aspecto frágil y desvalido para suplicar a los propietarios, una pareja joven que hablaba algo de inglés, que nos dejaran entrar para resguardos de la lluvia durante unos minutos. Accedieron a cambio de que consumiéramos algo.
Tomamos leche con chocolate, otro vaso, por favor. Volvimos a ponernos las chaquetas mojadas y salimos de nuevo a la intemperie. Bofetón de agua y viento. Sigue caminando. Tras algo más una hora, el camino se bifurcaba. Como la niebla nos impedía ver, me acerqué a leer los carteles y grité: “¡El albergue está aquí mismo!”. El albergue de la octava estación apenas se desdibujaba entre las nubes. Escaleras, sube, empuja la puerta, quítate las botas, siéntate, yo: “hemos llegado”, él: “si camino un metro más me muero”. Tuve ganas de llorar.
Día 2: Cima y descenso
“Qualsevol nit pot sortir el sol”.
Visto en una pared de la universidad en la que estudié.
Aquel día, mi compañero me despertó a las 4:00. “Sal, es muy bonito”. Dos horas antes nos habían despertado para avisar a quienes quisieran caminar hasta la cima para ver allí el amanecer. Cuando alumbraron con la linterna hacia mí dije “no” con la mano y me di la vuelta. Por nada del mundo iba a volver a ponerme la ropa mojada para caminar en la oscuridad.
Por eso, cuando a las 4:00 mi compañero me animó a salir, dudé, pero finalmente accedí. Buena parte del campamento estaba fuera o asomado a las ventanas, en silencio. Amanecía, un manto blanco se extendía bajo nosotros, el cielo despejado, sin lluvia, en los huecos de nubes se apreciaban lagos, valles, ciudades diminutas. La luz naranja rasgaba la oscuridad y ascendía recortando las nubes. Era un espectáculo mayúsculo, sobrecogedor, y asistíamos a él sin palabras, en señal de respeto a la montaña inmensa que nos permitía sentirnos dioses, por encima de las nubes, por encima de todo. Es cierto, cualquier noche, puede salir el sol.
Hasta las 6:00 tuvimos tiempo de desayunar y extender nuestra ropa mojada en el exterior hasta que se secó. Maravillosa sensación caminar seca. Una hora y media después estábamos en la cima del Monte Fuji.
Ese último tramo es complicado, confluyen quienen ascienden tanto de la ruta Yoshida como Subashiri, algunas personas acusan mal de altura, los ves tirados a un lado desfallecidos, algunos aspiran oxígeno de las bombonas que traían consigo. El mal de altura es imprevisible, te da o no te da. Yo me sentí bien, mi compañero tuvo algunos síntomas, fuimos más despacio, no había prisa, hacía sol.
Llegar a la cima del Monte Fuji con mi inseparable compañero de viaje fue uno de los momentos más felices de mi vida. Me emociono al recordarlo. El cielo era de un azul intensísimo, el aire era fresco y limpio, tenía una sensación de plenitud indescriptible, fue uno de esos pocos momentos de mi vida en que me he creído capaz de todo. No nos soltábamos la mano, estábamos eufóricos. Lloraba. ¡Qué momento más magnífico!
Lo que te encuentras en la cima del Fuji no es más que un albergue rudimentario donde venden amuletos y sirven algo de comida básica, un par de toscos toris y un gran cráter que puedes rodear caminando. Cualquiera podría pensar: “¿Tanto para esto?”.
Pero el Fuji tiene algo especial, es una montaña perfecta en forma de triángulo, casi simétrica, que se erige solitaria en medio de una zona de poca altura. Hay muchas otras montañas de más de 3.000 metros en el mundo (el Fuji tiene 3.777), pero pocas tienen esa capacidad de hacerte sentir tan por encima de todo. Una vez en la cima, no nay nada a la vista que supere la altitud en la que te encuentras. Es lo más parecido a estar en el cielo, en el sentido literal.
El descenso fue un regalo. Se apartaron las nubes, brilló el sol, apreciamos, por fin, los lagos Kawaguchi, Saiko, Yamanaka, la ciudad Kawaguchico, el monte Shakushiyama… ¡Qué espléndida belleza! Disfrutamos de la bajada sin prisas, saboreando cada paso que nos brindaba esa montaña negra que el día anterior nos había puesto a prueba.
Hicimos el camino de bajada por la ruta Yoshida. Al llegar a la quinta estación comprobamos que la afluencia de senderistas era mucho mayor que en la ruta Subashiri. Cientos de personas comenzaban el camino que nosotros terminábamos. El día era muy distinto, el sol incitaba a aventurarse, el camino parecía fácil. ¡Qué mentirosa es la montaña y qué fácilmente te engaña!
Apenas tuvimos tiempo de ver la quinta estación de la ruta Yoshida, una especie de parque temático con tiendas, cafeterías y un amplio parking donde llegan turistas que no subirán a la cima pero que les basta con apreciar la vistas desde ahí, que ya de por sí merecen la pena. El autobús que debía conducirnos hasta la estación de tren estaba a punto de salir, subimos corriendo, arrancó. Adiós, Monte Fuji.
Bonus track
“Si los nacionalistas hubieran querido crear un símbolo federalista, habrían construido el monte Fuji. Imposible contemplarlo sin experimentar el mítico hormigueo de lo sagrado: es demasiado hermoso, demasiado perfecto, demasiado ideal”.
Ni d’Ève ni d’Adam. Amélie Nothomb
Los viajes terminan en el avión, en ese momento en que ya estás en tu asiento, antes incluso de despegar, y desarías teletransportarte a tu propia cama y ahorrarte el agotamiento de volar, las esperas, la comida insípida del avión, las escalas, el último metro en tu ciudad…
Despegamos, dejamos atrás Narita, sobrevolábamos la isla nipona, el viaje había terminado. Una última sorpresa. El piloto se dirige a los pasajeros, hoy el día está despejado, si tienes suerte de estar sentado en el lado izquierdo del avión, asómate a la ventanilla, descubrirás unas privilegiadas vistas del Monte Fuji. Ahí está, majestuoso, las nubes se apartan para dejarlo pasar. Un regalo. Es una tontería, pero se me caen un par de lágrimas.
¡Qué caprichosa es la perspectiva¡ ¡Qué inmenso parece el Fuji desde su base, qué grandeza sentimos desde su cima y qué insignificante se ve ahora la montaña desde el avión! Ahí va tu dosis de humildad.
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