Cuando era pequeña tenía la sensación de que el mundo era inabarcable, que las distancias que separaban mi pueblo de París o de Roma eran infinitas, que el continente americano estaba tan lejos como la Luna y que el asiático era, directamente, otro planeta. Con el tiempo, las distancias se hicieron más cortas y el mundo más pequeño y, por un momento, tuve la sensación de tenerlo todo a mi alcance. ¡Qué bello espejismo!
La primera vez que salí de España fue precisamente para ir a París, un viaje escolar en el que gestioné mal mis expectativas. No me detendré en los detalles de por qué la Torre Eiffel me dejó fría o por qué me defraudó Disneyland, basta decir que del cielo gris francés aprendí que la realidad dista mucho de los folletos turísticos.
La decepción del Castillo de la Bella Durmiente bajo un manto de lluvia no me robó las ganas de seguir viajando. Siempre había tenido la inquietud de «salir». Salir como sinónimo de ir a cualquier parte, de conocer cualquier lugar fuera de los confines de mi territorio conocido. Con ocho años imploré a mis padres y recé a dios (por entonces todavía creía que eso podría ayudarme) para que me dejaran ir de campamento a pesar de no tener todavía la edad permitida, a falta solo de unos meses. La euforia al conseguirlo fue sublime.
Más tarde llegaron los viajes de verdad, los que hicieron empequeñecer el mundo: aventuras con amigos, escapadas en pareja, grandes viajes mochileros, una vida en el extrajero…
No hay duda de que he intentado rascarle a la vida cada posibilidad de «salir». Desde que nos establecimos de forma estable en Valencia, en mi pequeña familia de dos hemos organizado nuestra vida en torno a la posibilidad de conocer el mundo o, al menos, la parte más amplia posible de él. Planificamos el año y nuestra economía doméstica pensando en nuestros viajes soñados, imaginamos próximas rutas en bici, disfrutamos con el recuerdo de lo vivido…
Lo que nunca pudimos prever es que el mundo se cerrara repentinamente y de forma indefinida. El Estado de Alarma declarado en España el pasado 14 de marzo de 2020 ha reducido los confines del mundo a las paredes de nuestro piso y ha limitado las opciones de «salir» a unos pocos metros más allá del portal.
Se han paralizado todos los planes, los que tenían que ver con viajar y los que no, se ha dejado la vida en suspenso y el mundo vuelve a ser inmenso y hostil, tan inabarcable como lo era en mi niñez. Siento que se han roto mis esquemas, que se tambalean los cimientos que yo misma me había construido y que nada es seguro. Todo alrededor parece líquido, inconsistente, efímero.
Los próximos meses viviremos distanciados y detrás de una mascarilla. Los próximos años lo haremos intentando recuperarnos de una crisis económica que a muchos nos llega cuando creíamos haber rozado con los dedos un poquito de estabilidad.
No viajaremos en 2020, quizás tampoco en 2021. Las opciones han ido reduciéndose hasta conformarnos con salir a la terraza del bar de la esquina (¡no veo el momento!). A pesar de todo, desde la comodidad de nuestras casas con televisión e internet, los que seguimos vivos y los que todavía podemos hablar con nuestros seres queridos, aunque sea por videoconferencia, debemos sentirnos afortunados. Porque seguimos aquí, porque somos resilientes, porque tenemos una oportunidad.
Siento vértigo al pensar en todos esos planes que teníamos y que han quedado atrás, al tratar de vislumbrar un futuro que es imposible dibujar. Solo trato de agarrarme a este instante presente en el que los míos están bien y todavía todo se puede salvar. Mientras, el mundo puede esperar.
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