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Ir a La Habana antes de que todo cambie

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A las nueve de la mañana en la Plaza Vieja hay niños haciendo gimnasia junto a la fuente vallada. Dicen que tuvieron que rodearla con esa verja negra para evitar que los niños se bañaran en ella al salir del colegio. La fuente, como casi toda la plaza, es una restauración moderna. Si te fijas en el cartel que hay frente al edificio del planetario, verás las fotos de la antigua plaza tal y como lucía hace pocos años: toda ruina. Hoy los edificios tienen colores brillantes y alojan cafeterías para turistas, restaurantes y tiendas de Benetton y Pepe Jeans. Parece cierto eso que siempre decían: “hay que ir a La Habana antes de que todo cambie”. No os deis prisa: La Habana ya ha cambiado.

Hasta las inmediaciones de la Plaza Vieja, por la carretera del Malecón, me ha traído un taxi al que he pagado 10 CUC, el precio del mal regateador. Sin rumbo definido, mis pasos me han llevado por las calles menos turísticas. Nadie se fija en mí mientras camino entre edificios que apenas se tienen en pie, coches polvorientos, carromatos destartalados, tiendas de productos “normados” y “liberados” y vendedores de aguacates que confundo con mangos.

Las viejas casas de La Habana no son simples piedras desafiando la gravedad. Más allá de la decadencia y la decrepitud se aprecia un pasado que fue glorioso, un momento de esplendor que erigió edificios de belleza sublime que ahora luchan indefensos contra el hollín, la maleza y la ruina más absoluta.

Me siento a descansar en un banco de la Plaza del Cristo. Al fondo de la calle se aprecia la cúpula del Capitolio. Una florista vende girasoles y mariposas, la flor nacional de Cuba. En la esquina con la calle Bernaza unos chicos montan un puesto ambulante de venta de cachorros. Enfrente, un señor sostiene una enorme bandeja de mamoncillos. Soy invisible ante la gente. En medio del deambular cotidiano de los vecinos de La Habana Vieja nadie se fija en mí y esto es un lujo difícil de encontrar.

Desde hace meses los turistas han dejado de venir a La Habana. La política de Trump bloqueó la llegada de barcos de cruceros y la ciudad se ha vaciado de visitantes. Los negocios turísticos se resienten, el Mercado de San José, con sus cientos de casetas de anodinos y caros souvenirs, se ha quedado huérfano de compradores. Es un mal momento para la economía cubana y me pregunto: ¿cuándo no lo es?

Después de la parada en la Plaza del Cristo me dirijo hacia el Parque Central, con el majestuoso Capitolio, el esplendoroso Teatro Alicia Alonso (los mayores todavía lo llaman Teatro García Lorca), los hoteles caros y las tiendas de lujo, un contraste difícil de asimilar. Más allá, detrás del Capitolio, se extiende el barrio Chino, en el que ya no viven chinos, pues emigraron cuando la llegada del comunismo limitó sus posibilidades de comerciar, pero el barrio mantiene la tradicional puerta china rodeada de edificios decrépitos.

El circuito más turístico no se adentra en este barrio, sino que conecta el Parque Central con la Plaza de Armas a través de la concurrida calle Obispo y continúa por la calle Mercaderes, una de las más beneficiadas por las reformas de Oficina del Historiador, para adentrarse en las inmediaciones de la plaza de la Catedral, donde lo habitual es comer ropa vieja en el paladar Doña Eutimia (o cualquier de los del Callejón del Chorro) o tomar un mojito en la Bodeguita de En Medio, sobrevalorada, según dicen, aunque no me paro a comprobarlo porque lo de beber sola todavía no se me antoja.

De regreso al Vedado atravieso el Paseo Martí, las calles Galiano y Padre Varela y zigzagueo por San Rafael, Neptuno, Concordia… Más adelante volveré a recorrer las mismas calles y descubriré cómo mutan de un rato a otro, cómo cambian de ritmo cuando la vuelves a caminar. Porque La Habana son muchas Habanas juntas y una sola al mismo tiempo. Es casi siempre ruidosa y vieja, es humilde y revolucionaria, es de salsa y de jazz, de Fidel y del Ché, pero algo está cambiando y se nota.

Dicen quienes la conocen que ahora hay menos ruina, que muchos edificios lucen una mejor cara, que las nuevas generaciones tienen una mentalidad distinta y están abriendo el camino a una iniciativa privada discreta, pero firme. Dicen, también, que algo se ha perdido, que el habanero ha perdido autenticidad, que se ha colado la pillería, que los médicos prefieren ser taxistas y que la población envejece conforme avanza el éxodo de los desencantados de la Revolución.

Los cubanos me cuentan historias inverosímiles de viajes a Europa y a África, de carreras universitarias que no eligieron, de las profesiones que ejercieron (traductor de suajili, controlador aéreo, alto cargo militar…) y que abandonaron para dedicarse al turismo, de familiares que emigraron a Miami y que les envían los medicamentos que no puden conseguir en la isla, de los trucos para ver las series americanas, de los problemas para acceder a Internet, del largo camino que han recorrido “pidiendo botella” (hacer autostop) para llegar al evento que mi empresa organiza ese día en el Hotel Nacional.

A pesar de las dificultades, hay dignidad y orgullo en los ojos del cubano de La Habana, en el hombre que pide unas monedas al conductor del autobús, en la mujer que vive en el segundo piso de una casa sin fachada, en el chico que trabaja en un taller a pie calle y pone música de salsa a todo volumen a partir de las cinco de la tarde.

Mientras sobrevuelo la ciudad de regreso a España, siento admiración por ese amor del cubano a su patria, por su arraigado sentimiento de pertenencia y el orgullo por su país, algo que tan a menudo echo en falta en el mío.

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